TRANSPARENCIA, ¿MITO O REALIDAD?

Aunque últimamente se ha puesto de moda, hablar de “transparencia” en la dirección de los asuntos públicos no es nuevo. Fue allá por los años 70 cuando se empezaron a acuñar expresiones del tipo abrir las ventanas del sector público (Chapman y Hunt, 1987) para referirse a la necesidad de reducir la excesiva opacidad en el ejercicio del poder burocrático.

Durante décadas hablar de transparencia significó hablar de acceso y libertad de información -FOI: freedom of information-, plasmados en normas cuyo propósito es garantizar a los ciudadanos “el derecho a saber” permitiéndoles el acceso a datos en manos del Estado.

Pero ha sido con la llegada del siglo XXI, y de la crisis en particular, cuando se han acentuado algunas tendencias de cambio que se venían anticipando. Por un lado, un cambio de naturaleza social, puesto de manifiesto en la creciente complejidad de la sociedad, su mayor interdependencia, pluralidad o fragmentación. Por otro, un cambio económico propio de la post-globalización, y acentuado por una crisis fiscal que llega a cuestionar la sostenibilidad de servicios considerados como básicos. Y por último, un cambio político institucional originado por la variabilidad en número, tipología y relaciones entre actores que está dando lugar a nuevos procesos de co-soberanía, fragmentación territorial o conflictos de competencias.

No obstante son la tecnología y la aparición de Internet los vectores de cambio que ocasionarán efectos de mayor calado en nuestra sociedad. Hasta el punto de favorecer la aparición de un nuevo poder, el poder de las redes, que posibilita al ciudadano conectar y compartir información de una forma que altera significativamente las pautas de conformación de la opinión pública y los procesos de construcción de legitimidad política. Algunos autores se refieren a este fenómeno como “otro orden social, otro país” (Subirats, 2012).

Unido a ello, a diario podemos comprobar cómo se acentúan los signos que alertan sobre la necesidad de un reequilibro en la relación entre ciudadanos y poderes públicos. La erosión en la confianza y la crisis de legitimidad que de manera creciente sufren las instituciones así como la nueva lógica de actuación de las generaciones más vinculadas a la tecnología como modo de vida plantean el reto de cómo evolucionar desde la clásica delegación de poder que la ciudadanía ha venido ejerciendo en favor de políticos y funcionarios hacia un escenario donde los ciudadanos sean el elemento central, protagonistas principales con capacidad de involucrarse en los asuntos públicos.

Se requiere por tanto un reposicionamiento de los actores públicos que bien puede plasmarse en enfocar la acción de gobierno – en sus dos dimensiones: política y administrativa – bajo un prisma de “gobierno abierto” sustentado en tres pilares fundamentales: transparencia, participación y colaboración.

En este contexto, hablar de transparencia implica ir más allá de cumplir con un simple mandato legal, ir más allá de declaraciones simbólicas. Implica algo más que un mito o un desideratum. La transparencia hoy debe impregnar las decisiones en el marco de las políticas públicas, ser parte de un compromiso amplio y decidido con el gobierno abierto (Cortés, 2012). Supone además asumir que siendo el conocimiento uno de los elementos básicos en la capacidad de intervención de los actores en las políticas públicas una democracia de mayor calidad implica la universalización del mismo.

La transparencia real debe ir asociada a tres valores fundamentales: la accesibilidad – que la información sea fácilmente accesible a cualquier persona, en cualquier momento y en cualquier lugar; la receptividad – desde el gobierno y/o la Administración- y la equidad – para equilibrar el gap entre actores con mayor y menor capacidad de acceso.

Debe formar parte de las políticas públicas, modulando para cada política el grado de apertura, pero siempre teniendo en cuenta que de lo que se trata es de redistribuir el poder para que el proceso no acabe siendo frustrante y engañoso a ojos de los ciudadanos. Todo ello permite hablar de transparencia a diferentes niveles: el de información -unidireccional de las instituciones a los ciudadanos; el de consulta – integrando la voz ciudadana-; o el de delegación, cuando la ciudadanía se implica directamente en la valoración de políticas públicas (Ortiz de Zárate, 2012).
En cualquiera de los casos la transparencia debe ir más allá. Es preciso potenciar la utilización de las herramientas disponibles y crear espacios de contacto directo con la ciudadanía sustentados en plataformas para el debate informado y el trabajo común.

Pero se requiere también trabajar y educar en valores: por un lado en los principios de gestión para que la transparencia se asocie de forma inequívoca a la forma de gestionar los asuntos públicos; por otro porque tener instituciones transparentes es condición necesaria pero no suficiente al precisar la existencia de un tejido cívico con capacidad y potencial para exigir y actuar en el campo de las políticas públicas. Ambos son aspectos que se retroalimentan: mayor transparencia redunda en mayor implicación cívica, que a su vez exige mayor transparencia.

Concluyo con una idea a modo de resumen: una marcada apuesta por la renovación democrática sitúa la transparencia no como una opción, sino como una obligación, entendida ésta en el marco de un concepto más amplio de gobierno abierto que permita la redistribución real de poderes entre los poderes públicos y la sociedad.

De no ser así, hablar de transparencia será hacerlo de un mito, al nivel retórico. Lejos de las expectativas inherentes a la gestión pública que demandan los tiempos que vivimos.