EL ARBITRAJE COMO AYUDA A LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA…

No descubro nada nuevo cuando escribo que la Justicia en España no está bien. Lo que quizá no sepa el lector es que está mucho mejor de lo que debería si atendemos a los medios y presupuesto con los que cuenta. La única conclusión posible es que son las personas que trabajan en nuestro sistema judicial las que consiguen, con su profesionalidad y su buen hacer, que no colapse.

“Lo habitual, que no debería ser lo normal, es quejarse de lo que no nos gusta, pero hay que dar valor a los gestos que hacen que el sistema pueda seguir adelante pese a quienes tratan de poner obstáculos con una actitud nada deseable”

Lo habitual, que no debería ser lo normal, es quejarse de lo que no nos gusta, pero hay que dar valor a los gestos que hacen que el sistema pueda seguir adelante pese a quienes tratan de poner obstáculos con una actitud nada deseable. En mis años de práctica he visto funcionarios comprando folios y bolígrafos con su propio dinero, jueces cámara en mano grabando vistas, secretarios judiciales haciendo de intérpretes y un sinfín de muestras más de la humanidad que –sin perjuicio del brocardo dura lex, sed lex-, ha de acompañar el ejercicio de tan importante función social.

Tradicionalmente, el poder ejecutivo ha orientado los intentos de solucionar los problemas de la Justicia bien aumentando el número de Juzgados, bien reforzando el personal de algunos de ellos. A modo de ejemplo podemos citar la creación de los juzgados especializados en Mercantil, aunque lo cierto y verdad es que la coyuntura económica ha hecho que tales órganos jurisdiccionales se hayan colapsado de forma casi inmediata, principalmente con la tramitación de concursos.

La última tendencia ha sido bien distinta, tratando de disuadir del acceso a la Justicia por medio de las tasas judiciales, que se configuran como una barrera infranqueable en algunos casos que impide acudir a buscar el amparo jurisdiccional, o acudir a un recurso en su caso.

Sin perjuicio de lo anterior, los plazos en los que se sustancia un procedimiento –especialmente en algunas jurisdicciones y demarcaciones territoriales-, siguen siendo excesivos, lo que hace que la solución llegue en un momento que nada tiene que ver con aquél en el que se produjo la controversia, dando una respuesta desfasada y que con independencia del resultado no deja la sensación a ninguna de las partes de que se haya hecho Justicia.

No podríamos decir que el desarrollo y la expansión de los métodos alternativos de resolución de conflictos –ADR en sus siglas en inglés- sea una consecuencia directa de las dificultades con las que tiene que convivir el sistema judicial, pero es cierto que a mayor atasco y colapso, más crecen y más visibilidad tienen.

No hace mucho el arbitraje era un completo desconocido no ya a pie de calle, sino incluso en las facultades de Derecho, en las que –salvo honrosas excepciones- nada se decía siquiera acerca de su existencia. Hoy, sin embargo, parece que los profesionales susceptibles de participar han advertido la existencia de un nicho de negocio, y para explotarlo piden a la universidad que forma a los profesionales necesarios para ello. A donde no llega la universidad, lo hacen las escuelas de negocios, los institutos de postgrado, las conferencias especializadas y los congresos.

En el caso del arbitraje, los congresos juegan un papel primordial debido a la confidencialidad que rodea la tramitación de los procesos sometidos a ese tipo de resolución de conflictos. Al no poder hacerse públicos –con carácter general- los laudos, y mucho menos los escritos de las partes y sus alegaciones, en los congresos y conferencias se ponen de manifiesto las tendencias que van surgiendo en la práctica, y se comparten con el resto de componentes de la comunidad arbitral para su expansión o su prevención.

La formación lleva a la calidad del servicio que se presta, y con ello se llega a la confianza de las personas que son usuarios finales del mismo. También ayuda el hecho de que mantengamos el arbitraje aislado de clientelismos e influencias ajenas a los procedimientos en sí mismos, lo que se refuerzas cuando entra savia fresca en el circuito arbitral.

En todo caso no hay que olvidar que los que participamos como árbitros estamos sustituyendo al órgano judicial en la decisión de un controversia, y esto nos atribuye un importante grado de responsabilidad en el ejercicio de esa función.

Fundamentalmente las partes que acuden a un arbitraje lo hacen por dos motivos. Uno es el ahorro de tiempo que se supone que van a obtener mediante la resolución de una controversia en una única instancia; y otro por la confidencialidad del procedimiento y del resultado. Indirectamente, sobre todo para las empresas, este ahorro de tiempo y la confidencialidad se traducen en un beneficio económico directo al poder liberar parte de los 120 millones de Euros que, por ejemplo, había en 2013 en las cuentas de consignaciones de los juzgados de España en concepto de fianzas, y que supondrían un estímulo para nuestra economía.

Otro valor añadido del arbitraje es la intervención como árbitro de una persona especializada en la materia controvertida, lo que hace presuponer una decisión más ajustada que no debe olvidar los formalismos necesarios para evitar incurrir en alguna de las causas de anulación del laudo que solo se pueden ejercitar por motivos tasados legalmente en nuestra legislación arbitral.

En la actualidad la presencia del arbitraje en nuestro sistema de resolución de conflictos ya no tiene marcha atrás. Ni debe tenerla. Más bien al contrario, los poderes públicos –y en especial el poder judicial- deben seguir apoyando este tipo de procedimientos que, en definitiva, redundan en beneficio de esa importante labor que es impartir Justicia. Buena prueba de ello es la colaboración que se produce en materias como la adopción de medidas cautelares para el arbitraje en sede judicial, o el auxilio judicial para determinadas actuaciones, como requerimientos, embargos, notificaciones, tomas de declaración, la actuación como autoridad nominadora con la designación del árbitro o del tribunal arbitral que haya de decidir la controversia, o incluso la nada baladí ejecución judicial del laudo, sin lo que podría llegar a quedar con el mismo valor que un papel mojado.